domingo, 14 de septiembre de 2025

ANOCHE ESTUVE EN PIURA

POR: ENRIQUE LÒPEZ ALBÚJAR

 

 (Chiclayo, 1872 - Lima, 1966)


Anoche estuve en Piura,

anoche, a media noche, por ventura,

ansioso de mirarla, reandarla, sentirla

y aspirar su terrígena fragancia

para como el gigante mitológico,

recuperar mis fuerzas al pisarle.

Un viaje sin primera ni tercera,

sin esa doble esclavitud odiosa

del pasaporte y la maleta,

ni la alegría del que parte,

ni la tristeza del que queda.

Y algo más admirable todavía:

sin peligro de mares por abajo

ni caprichos de vientos por arriba,

como que, por fortuna,

hacía el viaje gratis y en brazos de la Luna.

(Es hoy, siendo tan fácil, tan difícil

Hacer por cuenta propia un viaje aéreo

Al primer astro que pase por el Cielo;

o ser embajador de la ONU,

o hijo adoptivo del Estado.

Aunque a mí en cierta vez, me es grato recordar

Salió obsequiándome uno el Tío Sam)

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         ¿Qué impulsos o qué anhelos reprimidos

hasta esa tierra me llevaron?

Nostalgias del terruño, deudas sentimentales,

reminiscencias de mis románticas lucha

en las que opuse al sable el verbo,

a la prisión una sonrisa

y a la amenaza mi desprecio?

¿Mensajes telepáticos,

Enviados desde allá por mis queridos muertos,

Ésos que , a más del ser,

Dicha y amor me dieron?

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            ¿Quién  descifrar podría

el porqué de mi astronómica aventura

la rígida  razón dirá:  ¡Mentira!

El sentido común dirá: ¡Locura!,

porque de sur a norte

jamás gira la Luna.

Pero a los que así creen o discurren

olvidan que la Luna por algo es femenina,

y que tal vez celosa de la Tierra;

por verme día y noche pegado siempre a ella

se le  antojó brindarme su regazo,

cambiar de rumbo y luego darse el gusto

de pasear conmigo un rato.

Pues ¿para que hizo Dios a los poetas

sino para inspirarles amor hasta los astros?

 

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             Y lo que iba la Luna diciéndome al oído,

mientras gemir hacia su saxófono el viento,

y las nubes tendiánle  a sus pies sus alfombras

y celoso miraba nuestro paso un lucero

“Lo que estoy haciendo por ti, pobre hombrecito,

Va a despertar revuelo entre los astros.

Ya me parece ver a Marte enfurecido

cuando pasar te vea tendido en mi regazo

cual si fueras mi amante,

favor que a sin ningún astro jamás he concedido.

Y a Saturno, vejete petulante

que por ser él el único que luce tres anillos,

con los que alborotadas mantiene a las estrellas,

quizás si se imagina que puede impresionarme.

Y Venus, esa hipócrita y sensual vampiresa,

que vive envanecida porque  todos le alaban

su nefasta belleza,

y por creer que con ello tiene todo;

mas la muy simple ignora

que el todo nada vale si falta la cabeza.

Sólo  el tremendo Júpiter, ese sultán del cielo

nos verá indiferente, pues él, en vez de una

tiene en su harén más de una Luna”

“¿Más de una Luna? -murmuré yo exaltado.

Cómo, también aquí se usa la poligamía”.

Y olvidado del yugo que dejaba en la Tierra,

echando a un lado toda mi flaca honestidad,

añadí: “Reina mía, perla del firmamento,

déjame aquí tirado

cuando me traigas de regreso”

Ante este presuntuoso ruego mío,

soltó una carcajada la muy tuna

y, cambiando de diálogo y de tono,

me gritó, señalándome una bolita obscura:

“Baja que ya llegamos”. ¿bajar…bajar? ¿Y cómo?

Viendo mi confusión, volvió a reír la Luna

y a mirarme de un modo que me sentí humillado.

Mas de ponto se me irguió mi dignidad

y pensé: “¿No soy hombre? Y si hombre soy

¿qué puede a mi importarme dar desde aquí un salto?

¿ Por qué arredrarme ante esta fluida inmensidad

que  silenciosa e imponente a mis pies veo?

Yo soy en este instante un astro, más que un astro,

Porque puedo idear, sentir, querer

y hasta darle alas y pico a mi voluntad,

lo que esas tristes moles jamás podrán hacer”

Y apenas acabé de pensar esto,

 púsele una acerada cota a mi corazón,

hice un paracaídas de mi pensamiento

y me lancé al vacío como un conquistador.

Así pasé una eternidad de angustia,

pero, al fin, como Triana,

pude gritar, alborozado: ¡Tierra!

y un segundo después, exclamar:¡Piura!

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         Que rejuvenecida y embellecida estaba

la grausina ciudad, pero también  ¡que muda!,

cual si estuviera de placeres harta.

Nada de ruidos de mundanas fiestas,

de cócteles-danzantes, de cabarets y boites.

Nada de esas nasales cancionetas radiales

con las que el yanqui, día y noche,

hace inútil derroche

de insulsa poesía,

ni de aquella simiesca

y fingida alegría

que, entre guiños, sonrisas y menos,

no escupen al rostro negroides orquestas.

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         Nada de ese nocturno flujo y reflujo humano

que en toda ciudad grande es como un reflejo

de la holgura y euforia del hombre ciudadano.

Nada del jaranero rebullicio

de esas piuranas fiestas de arroz y gallo muerto,

en las que, al alba, entre ayes, puñaladas y tiros,

y ternos y suponcios, resultaban

una doncella menos y un hombre más tendido;

ruidos que aunque a mil leguas del terruño

un provinciano viva, jamás deja de oírlos.

Estaban ya olvidadas y con ellas

las de otros tiempo noches de locos parrandeos.

Ahora no, ya no la resalada marinera,

 ni el quimboso tondero del mangache chichero,

que al son de enardecidos cantos

azuzaban guapidos y palmadas,

mientras las femeninas y túrgidas caderas

tejían incitantes culebreos

y en torno a ellas un mozo endomingado

entre floreos de talón y punta

y alados giros de pañuelo, a estos culebreos con los ojos

interpretaba y recogía,

a la vez que unas manos, manos de estirpe zamba,

hacíanle cosquillas

hasta hacerla gemir, a la guitarra.

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          Una por una fui recorriendo sus calles

exhumando recuerdos, como un sepulturero,

y ellas, una por una, me iban mostrando, ufanas,

los frontis jactanciosos de sus modernas casas;

frontis tras los que yo dejé entre beso y beso,

todo lo que en las horas del placido embeleso,

del corazón se escapa.

Frontis tras los que hacían,

entre muros de barro y techumbres de paja,

fosilizada y enclaustrada vida

la humilde plebe y la soberbia aristocracia.

“Mírame como quieras -parecían decirme-.

Hoy somos, para gloria y ufanía de Piura,

la expresión de una nueva y pulcra arquitectura,

de un arte que ha llegado a desafiar al vértigo

y a darnos, para hacernos más esbeltas y fuertes;

el cemento por músculo, por arterias, el hierro”

 

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             Y en verdad que así era, para alegría mía;

Pero también tristeza, ya que yo iba anheloso

de ver lo que creía viviendo todavía.

¿Qué podría importarles mis viejos recuerdos

aquellas moles frías, de  pisos encumbrados,

que parecen estar siempre obstinadas

en mirar hacia arriba pero nunca hacia abajo,

y como expresamente levantadas

para retar el tiempo, presumir poderío

y decirle al que pasa:

“Aquí vive ostentando y luciendo un nuevo rico”

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              Ya no estaban en ellas ,¡qué pena y desencanto!,

las puertas y ventanas de mis nocturnas citas,

francas las unas para recibirme,

entreabiertas las otras y en penumbra sumidas,

mas de repente iluminadas

por los ojps radiantes de las que me esperaban.

¡Ni los patios tampoco!

Tampoco esos regazos hogareños

de las viejas casonas,

donde, al vaivén arrullador de las potronas

mecían los abuelos.

hartos de sol y de tedio provinciano,

todo lo que sentían y hacían en el día,

todo lo que en la noche platicaban

después del chocolate y el rosario;

donde la muelle y celestina hamaca

servía para hacer el amor más piurano

y más real el contacto de los cuerpos

que desean, que se atraen y se aman.

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          Todo esto no existía, ni siquiera

aquel rumboso y gran señor,

terriblemente mujeriego

y más terrible jugador,

que en las tardes salía

a regar por las calles gallardía

y a hacer latir a más de un corazón;

terciando al ambarino poncho de vicuña,

el jipijapa hundido hasta las cejas,

un poco truhán y gacho,

desafiador el híspido mostacho

y jinete  en bufante caballo braceador,

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         Otro era el hombre de hoy, otro muy otro,

Al que, sin verle, me lo imaginaba

ventralmente dichoso dentro su robe de chambre,

despatarrado sobre ese mueble chato,

llamado falsamente confortabl e,

roncando y resollando fuellemente

y oliendo a wisky y a tabaco.

 

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         ¿Y la lírica Plaza, la gran Plaza

-tacita de oro de la urbe-

en donde  las banderas, las letras y las armas

se juntan en los días clásicos  y gloriosos

para incensarse con el himno  de la Patria?

Ahí estaba, intangible, invitando al reposo

y a la meditación, impregnada de aromas

y de opulentas flores estrellada.

Y en el centro, como una diosa griega, la Pola,

de pie, simbolizando hasta la eternidad

a la que los libertos de Bolívar

llaman, cuando la necesitan, Libertad.

Sí, Libertad, pero a la que ellos,

en las horas menguadas en que la ambición tienta

y hace al escarabajo dejar su estercolero,

y que los pobres diablos se tornen ricos diablos,

y que los Judas corran a ofrecerla en venta,

sorprendan y mancillan, ebrios de odio y anárquicos. 

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             Más y no la vi así. Para mí en ese instante

no era la diosa augusta que el hombre tanto exalta.

No pude verla como la viera yo de niño,

cuando feliz, en torno suyo correteaba

y profanaba su silencio con mis gritos.

Y es que entre flores y árboles no puede estar bien nunca

la que a los hombres debe mostrarse siempre libre,

sin nada que deslustre su porte soberano,

forzosamente libre, para así poder verla

como se ven las cumbres y los astros.

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       Hartas ya mis pupilas de blancura marmórea

Partí en pos de otra rozagante placita,

en donde el gran maestro don Ignacio Merino,

en traje de atelier, engorrado y barbudo,

paleta en mano y pincel listo,

extraño a los tumultos escolares,

al desfile de fieles y sotanas,

a procesiones y estridencias de cobres y tambores,

de bronces y castillos,

a todo es continuo barajas de la vida

ha mas de cuarenta años

hace ahí de Tilemón El Estilista.

Ah, si pintar pudiera,

qué telas las que pintaría,

qué trágicas escenas  saldrían de sus manos,

cuánta tierra regada con sangre y llanto de indio,

qué venganzas más fieras que  aquella de Cornaro

y que amañadas ventas de títulos sin títulos!

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         “¡Basta! -me dije-, y vamos a esa otra en que Pizarro

erguido y arrogante, como buen español,

Con la diestra extendida, parece que quisiera

rasgar el firmamento y hacer parar el sol”

Y ahí estaba, espada al cinto,

no desnuda, como la debiera ostentar,

y con la punta señalando el suelo,

para así, a quien le mire, recordar

aquel sublime instante de fe y resolución,

en que después de, enfático exclamar:

“Por allá se va a ser pobre y por aquí a ser rico”,

trazó y paso la raya que lo inmortalizó;

ésa raya que a todos los que quieren triunfar

está pronto a trazarles el destino

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  ¡

¡Y que turbión de encontrados  pensamientos

me despertó la estatua del conquistador!                             

¿Fue, por ventura, un simple hijo de la fortuna,

que puesto en trance de jugar, jugó y ganó

en macábrico estilo, a un soberano

una inmortal partida

frente a un tablero de ajedrez humano?

¿O fue en verdad, un codicioso analfabeto,

venido en hora inoportuna

a destruirla rútila grandeza

de un desmedido y formidable imperio?

¿O es que el imperio le esperaba

porque ya estaba oliendo a muerto?

¿Fue un capitán ansioso de renombre y de gloria,

O un rudo y sanguinario aventurero,

sin más ideal que el de sembrar la muerte

para sentir, a la hora de la cosecha trágica,

el goce embriagador del éxito?

¿O si fue un hidalgo que traía

en su ardiente e impetuosa sangre hispana,

como un presente rico,

los vicios y virtudes de su raza?

Quise decir lo que realmente pienso

de esta figura hispánica  y egregia,

pero sentí sobre mis labios la mano de un gallego

y en mis ojos, la altiva mirada de un Cepeda.

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        ¡Adiós! -murmuré, haciéndole una rendida venia

y  aligero, avancé por una ancha avenida,

tal como si llevara en los pies alas

y fuera presidiéndome una estrella.

hasta de pronto dar, al final de ella,

como  si etuviera siglos esperándome

con nuestro altísimo señor El Almirante,

aquel para quien ya toda alabanza sobre

y cuyo nombre está, de sur a norte,fulgurando

junto al que con su espada

trazó en marina página el infeliz Balboa.

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No se dignó mirarme el Gran Señor del Mar,

Si quiso  con sus ojos darme un baño de honor.

Hizo bien. ¿Para qué fijar en mí sus ojos

si por delante de ellos tiene

algo más alto y digno que mirar,

algo que, así pasaran siglos,

jamás podrá olvidar?

Por eso su actitud de serena quietud,

que fue tan propia dél  y tan marina,

y con la que el artista quiso, en su inspiración,

trasuntarle en el bronce para la eternidad,

diríase que estaba preguntándole a Piura:

“¿Por qué me encuentro aquí? Mi Huáscar ¿dónde está?

Más como yo a sus pies viera un cañón.

y bajo dél, levada un ancla,

sintiéndome aludido, como piurano viejo,

íntimamente contesté:

“Para esas dos preguntas, ¿qué mejores respuestas

que las que tiene ahí a sus pies?”

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          Luego, como pensase que verle, solo verle

no era bastante para dejarle como ofrenda

el pan y el vino de mi admiración,

abatí humildemente la cabeza

y comencé a rezarle esta oración:

“Padre nuestro, que estas en esta tierra,

A la que amaste tanto tú, hoy mutilada

Por obra de la buena vecindad,

glorificado sea en todo tiempo tu nombre;

venga a nos lo que siempre ha sido nuestro

hágase lo que tu osadía y voluntad

hicieron en el mar

cuando eras tú su incontrolable dueño;

el pan nuestro de cada día

dádnoslo, Señor, siempre

para que no padezca hambre tu pueblo;

perdónanos nuestras deudas, ésas que por la sangre

que derramaste por nosotros, te debemos,

y no nos dejes caer, desde hoy en adelante,

en la nefanda tentación

de querer ser todos tus hijos

amos y conductores de este suelo,

cuando sentimos todavía en las entrañas

los gemidos del siervo.

Sólo así, padre nuestro, podrá decir confiado

el peruano de hoy al de mañana

que si moriste no moriste en vano”.

                                   20

 

          Parto luego de cara hacia el Oriente,

ávido de mirar, quizá si por vez última,

el río…el río. El río de mi querida Aldea,

al que yo recibía, cuando aPiura llegaba,

entre salvas y música, campaneo y petardos,

más alegre que un  niño cuando le dan las pascuas.

Y héme  ya en pleno puente,

en aquel férreo brazo que todo Piura llama,

por amor a la costumbre:

El Puente, El Puente, sitio en donde en las tardes tórridas

la abochornada gente sale en pos de respiro

y, media displicente, vuelca sobre él su tedio

le pide un beso al aire y una caricia al río:

para luego, al amparo de la propicia noche

ante las tentaciones del barrio tacaleño

-costilla de la urbe- ir a embrujarse un poco,

entre salú y salú de hembras jacarandosas,

chicha, música, baile y secos de chabelo.

¡Ah, qué emoción tan grande

la que al pisar el puente siento!

El pecho se me ensancha, engallo el busto

y me bebo de un golpe un trago de contento.

Lanzo una inquisidora mirada a las tribunas

Y, ¡oh sorpresa!,¡oh sorpresa!, a nadie en ella veo.

¡A nadie!...Y,sin embargo, no me apeno

porque bien sé  que seguirán siendo las horas

en que el sol le dicha al día: ¡Hasta luego!,

solaz, tertulia y mentidero.

Aunque yo en ese instante las veía

como sepulcro de recuerdos.

                                         21

            Hago una mueca desdén y avanzo

para sentir el goce deber correr el agua

y ¡Dios mío! En vez de agua arena, arena, arena

la intrusa incontenible, la taimada,

la que convierte todo lo que cubre en desierto

semejando una pálida mortaja

sobre el enjuto y desolado lecho.

Burlada mi esperanza,

casi una maldición contra la intrusa echo,

pero ahí mismo replegó sus alas

mi furia y terminé sonriendo.

Y es que el río, mi río, ése que yo quería

Ver corriendo impetuoso e imponente

El Río de mi Aldea, ése yo lo sentía

por el cauce de mi alma corriendo todavía

 

                                         22

              No tenía, pues por qué entristecerme,

Ni ante lo irremediable condolerme.

Leal a las recónditas razones de mi viaje,

volví a hacer un viraje

y pues nuevamente proa a la Plaza de Armas,

donde seguramente resentida

por mi aparente olvido

la abuela de la urbe, La Casona                                       

esperando una abrazo de mis ojos estaba.

 

                                         23

               Más no habría avanzado ni cien pasos,

traumatúrgicamente aparecido

cuando de pronto un alobado perro

y seguido por una ululante jauría,

que, más que jauría, parecía

gente perrunamente disfrazada,

en son de caza, me salió al encuentro

tal vez si porque al verme pensaría

que era yo de los que en las noches

salen a disputarle a los mendigos y canes

sus festines de huesos.

Y tras de la jauría, un presuntuoso gallo,

cantando, cacareando y escarbando

con aire matonesco, el suelo.

Solté una risa flagelante y me detuve,

y, entre burlón y en serio,

le hablé así a la canina muchedumbre;

“¿Cómo, que no me habéis reconocido?

Yo soy piurano, tan piurano

como lo sois vosotros,

pero con esa diferencia; que no ladro

y sólo cuando me provocan muerdo;

ni tengo cuatro pies, ni rabo

para hacer con él fiestas,

ni se hizo el collar para mi cuello,

ni para lamer manos, mi lengua.

Oledme bien, oledme bien, míseros perros,

y veréis que sigo siendo el mismo hombre de ayer,

el mismo que pidió por vuestra raza

piedad más de una vez.

¡Basta ya de ladridos! Dejadme el paso franco,

que no estoy para perros”. “Y ante estas voces mías

la enfurecida turba y el presuntuoso gallo,

tal como aparecieron se esfumaron.

                                    

                                         24

              Y al fin podré enfrentarme con mi vieja Casona

al fin y, emocionado hasta los tuétanos

púseme a contemplarla, entristecido,

por ser yo para ella un hombre extraño

después de tantos años haber sido su dueño.

¡Ah que cambiada estaba!

Un anacrónico antifaz

le había enmascarado su centenario gesto

y volatilizado su invalorable pátina,

ésa que le da lustre a lo que besa el tiempo.

                                       

                                         25

              Y mi contemplación fue tan intensa

que yo mismo me fui sugestionando

hasta oir una voz que me decía:

“Vuelves después de muchos años

que  casi ya  olvidado te tenía.

Sólo de tarde en tarde de ti me habla

Matalaché, tu hijo, aquel mulato

que salió erguido y retador de tu pensamiento

y a quien esta ciudad, en aquel tiempo hipócrita

repudió y quiso hacer con él un linchamiento.

¡Todo por ser altivo y no ser blanco!

Recuerdo en este instante de una noche

en que, luego de abrir de un puntapié el portón

y de reír con su africana sonrisa bicolor;

a la que él, por ser roja y blanca,

llama, un poco envanecido, peruana,

díjome: “Oye, abuela; si tú estás orgullosa

solo porque aquí tuve la suerte de nacer

¿qué diré yo que he visto, ayer no más, ¡ayer!

desfilar por las limeñas calles,

aclamado, vitoreado y aplaudido,

a uno de ms vástagos;

arrogante, de pies, sobre un extraño carro,

iluminado el atezado rostro

por el fulgor de las miradas femeninas

para acabar después sentado,

entre genuflexiones y serviles sonrisas;

en la casa gloriosa de Pizarro

¿Qué diré yo si este Piura mismo,

donde me acribillaron a burlas y dicterios

viendo estoy, asombrado, a más de un nieto mío

libre ya del temor de ser echado

en una hirviente tina de jabón

por atreverse a amarlo prohibido,

haciendo hoy de marido, de dueño y de señor

en la orgullosa calle que está de espalda al río”·

 

                                      26

                Y continuó la voz diciendo:

“¿Vienes con intención de entrar? Lo siento,

porque ya nada tuyo encontrarás adentro                                        

Todo lo que quisiste, todo lo que dejaste

y gozar y sufrir te hizo

selo llevó la muerte,

o fue por otros mundos regándolo la suerte.

Y sé porque con pena me has mirado

en vez de haberme en alegría envuelto.

Sí es verdad  que he dejado de ser tuya

tú sigues siendo siempre mío.

Hoy son otras las vidas y las cosas

que en mi seno se juntan y se agitan.

A las carreras locas de tus hijos

a sus jocundas risas

y a sus rabiosos lloriqueos han sucedido

concisas y marciales voces de mando,

y quepís y galones, y entorchados y espadas.

 Y en vez de las muñecas y los soldaditos

que la curiosidad de tus hijos dejaban

rotos y abandonados en el piso,

hay otros soldaditos que andan hablan y comen

y que no pueden romper los niños

porque están hechos para ser rotos por los hombres

Deja ya de mírame

y de querer pasearme por dentro.

Abre los claros ojos de tu mente

y así verás mejor lo que hay adntro”

 

                                       27

 

                Y repentinamente se aplacaron

mis férvidos deseos.

Más ¿qué hacer en este trance inesperado?

¿Quedarme ahí, como un fakir nirvanizado?

¿Volverme al punto  de partida,esparcí

Frente a esta odiosa duda,

esparcí una mirada por el cielo

en busca de mi amiga, la generosa Luna,

para ver si me daba algún consejo

o estaba pronto a recibirme

nuevamente en sus brazos

pero en vez de su plácida y carrilluda faz

loque sentí en los ojos fue un rayito

de sol que, cual un niño,

tal vez tomándome por un juguete

con  mis arrugas púsose a jugar.

Me incorporé, ceñudo, me  restregué los ojos

para así convencerme

de que me hallaba dentro de la realidad,

y luego de lanzar un esplinático bostezo,

vínoseme a la mente de repente

este  desleal  e ingrato pensamiento:

“¿Mejor no hubiera sido no despertarme nunca

o haberme para siempre quedado sin regreso?”

pero al ver que al lado mío reposaba

la heroica redentora de mi vida,

la que al unirse a mi cambió mi ruta

y en donde encontró espinas puso rosas,

me desdije y pensé: “¡Perdón, querida!

La realidad contigo es más hermosa”.

 

Tacna, febrero de 1951