lunes, 29 de agosto de 2011

EN SAN MIGUEL DE PIURA

EN SAN MIGUEL DE PIURA EL HÉROE, EL POETA Y LOS PINTORES RUMOR Y SABOR DE TACALÁ POR: AURELIO MIRO QUESADA SOSA (Lima 1907-1998) El aeroplano sale de Chiclayo, sigue en vuelo bajo sobre Olmos y luego comienza a encabritarse. Golpeado a un lado y otro por el viento, cayendo en bolsas de aire, que las diferencias de la temperatura y el vaho denso y cálido del vasto desierto de Sechura hacen aún más resaltantes, nuestro recorrido –avión pequeño y de un solo motor- es acrobático. El avión sube y baja, navega sobre ondas invisibles, de las que no queda como huella sino la espuma blanca de las nubes. Bajo el sol brillante de la hora cruzamos un mar de arena blanca. Mar amplio y casi unánime, si no fuera por unas cuantas manchas punteadas de algarrobos, que vistos desde arriba se nos figuran como simples zarzas. San Miguel de Piura tiene una tradición y un abolengo. Fundada por los conquistadores en los primeros días de su ingreso al Perú, su historia, que cubre cuatro siglos, está marcada por la gloria del lustre guerrero y de las artes. Concentrado el prestigio, en solo unos decenios, en la primera parte del siglo pasado, bajo su cielo claro y entre el calor intenso y sostenido de su clima, vio nacer a un pintor como Merino, y a Miguel Grau nuestro héroe más representativo y más señero, y cobijó la infancia de un poeta romántico como Carlos Augusto Salaverry. En realidad, Piura no se halla en su ubicación actual sino desde 1588. Antes de esa fecha, y por algo más cincuenta años, su destino había sido trashumante. Fundada en 1532 por el propio Francisco Pizarro en Tangarará, en las cercanías del río Chira, fue trasladada poco después al valle de Piura en un lugar llamado Pirua (granero, troje, en aimara), en busca de una zona más salubre. No quedó allí mucho tiempo, sin embargo. Siempre con cierto carácter de tanteo, se traslado la ciudad al puerto de Paita, bajo la advocación de San Francisco de la Buena Esperanza. Allí hubiera podido permanecer largo tiempo, si no hubiera sido por las inundaciones, por la dificultad de conseguir buena agua y leña, y sobre todo por los estragos que le causó el pirata Cavendish, quien saqueándola e incendiándola el 3 de enero de 1587, la arruinó casi totalmente. Entonces se volvió a trasladar la población. Se requería un lugar amplio, distante al mismo tiempo de las amenazas de los corsarios y de las agrupaciones de los indios del valle, y que tuviera en abundancia “tierras, pastos, agua y leña y buen temperamento, y las demás cosas necesarias para pasar la vida humana”. El Virrey, don Fernando de Torres y Portugal, Conde del Villar don Pardo, comisionó con tal objeto al vecino de Lima don Juan de Cadalso Salazar. El comisionado recorrió la región, la vio “por vista de ojos”, y en sesión de Cabildo se acordó establecer la ciudad en la valle de Catacaos, encima de la obra de la Presa y Tacalá, en el asiento que los indios llamaban “El Chilcal”. El nombre que se le asignó fue el de San Miguel del Villar de Piura. La primera advocación a pedido de los mismos residentes, que deseaban conservar el nombre que en une anterior fundación se le había dado; y la segunda como homenaje al Virrey, que tenía el título de Conde del Villar. Y así Piura se fue desarrollando, con calles menos rectas y casas menos ostentosas – ¡pero con qué señorío y qué prosapia!- que en otras ciudades del Perú. Ahora, con la riqueza de sus campos –y, en consecuencia, de sus exportaciones de algodón-, con el nuevo impulso de confianza de la irrigación de San Lorenzo y con un redoblado amor de los piuranos por su tierra natal, cordial y pródiga, la ciudad ha tenido un desarrollo urbano extraordinario. Construcciones modernas, luminosas, aireadas, sustituyen a las viejas casonas coloniales de adobe, de solo uno o dos pisos, muros amplios, zaguanes, patios interiores; y esos tres típicos elementos piuranos: las vigas de algarrobo, los techos de caña y barro que sobresalen en un alero, y los zócalos que bordeaban las casas, aprisionando en la parte baja sus paredes blanqueadas, como si temieran que fueran avanzar hacia la calle. En el corazón de la ciudad queda –también como en todas las poblaciones coloniales- la Plaza principal. Es un cuadrilátero tranquilo, sereno, suave, fresco, con tamarindos coposos y batientes y –como un homenaje a la república- la estatua de la Libertad que, con su pierna descubierta, tiene cierto aire de Flora o de Pomona. A poca distancia, algunas plazas más pequeñas: un rectangular, con la efigie de Francisco Pizarro con gorguera; otra, la de merino, en la que aparece el pintor piurano con su paleta y sus pinceles; otra, reciente y circular, con el monumento a Miguel Grau. En la plaza principal (que luce, por lo demás, en una esquina, una vieja figura de barco: el llamado “mascarón de Belén”), está situada la Iglesia Catedral. No muy vasta, pero de nobles proporciones, tiene sus puertas claveteadas de bronce, y en el interior un fino púlpito tallado y dos hermosos altares dorados: el de San José y el de Cristo Pobre. En la nave, ahora restaurada, se ven los cuadros de la antigua y curiosa Vía Crucis que durante algún tiempo se conservaron en la sacristía. También se puede ahora ver en la Iglesia el valioso cuadro de Merino que representa a San Martín de Porres, que antes se guardaba en la casa parroquial. Su restauración ha salvado los daños que antes hacían palidecer tanto sus méritos. Allí está Fray Martín, encendido por una llama mística, recortado sobre un fondo parduzco, y con un hablo que circunda las líneas puras y admirables de su rostro moreno. Humilde y arrogante, terreno y celestial al mismo tiempo, es una interpretación nada común del egregio mulato. Delante de él, y arrodilladas, dos figuras algo convencionales de arrepentidos o mendigos; de valor secundario para no desviarnos la atención del rostro de Fray Martín, que es el centro del óleo. Después de la catedral, la iglesia de mayor atracción por sus recuerdos de arte virreinal es la del Carmen. Más que el altar mayor (con un cuerpo central modernizado), los retablos de principal relieve por su brillo dorado son los del Crucificado y la Virgen de los Dolores, y el pequeño erigido frente al púlpito, que es dorado también. En las puertas del presbiterio se hallan tallados los cuatro Evangelistas; y aunque las pinturas son en general de poca monta, reclaman la atención los cuadros, con marco rojo y oro, de San Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín y San Gregorio. La calle de más tradición en Piura es la de Tacna; antes llamada del Cuerno, por su forma. Allí nacieron o vivieron las figuras más prominentes de Piura: Ignacio Merino, el pintor Montero, el poeta Carlos Augusto Salaverry y, superando a todos, el héroe gallardo y de supremo estoicismo: Miguel Grau. He pasado por su casa, modesta, severa, sin ostentación, de un solo piso. Sin aliño exterior, podríamos verla como un símbolo del valor sin jactancias y la hidalguía interior del Almirante. La residencia que fue de Merino es más extensa. Es de dos pisos; y solo contrasta en ella el techo rústico, que corta la esbeltez que de otro modo habría tenido. En cuanto a la casa del poeta Salaverry, hace unos años que se le derrumbó, para formar, en su vieja ubicación, la plazuela Merino. Otra calle importante es la de Lima, que antes llevaba el nombre de San Francisco. Esta es la calle aristocrática, centro tradicional de las más antiguas familias de Piura; que por ello fueron bautizadas con el remoquete intencionado de “franciscanas”. Hasta ahora tiene un ambiente severo y distinguido; y de cada portada imaginamos que nos puede salir al paso, en un instante, una tradición o una conseja. En cambio, las calles apartadas tienen un carácter más movido. Lo tienen en sus casas, con paredes algo inclinadas, y techos de paja y barro, que las protegen de las lluvias. Lo tienen en su mismo trazo, animado por entradas y salidas, como un reflejo del carácter piurano, pausado en la apariencia pero de arranques súbitos. Así es la zona de la Manganchería; el barrio de los bravos, de los turbulentos, de los “guapos”. Así es, también, la zona de donde salen, en los días de la Virgen del Carmen, las pandillas que bailan, con trajes extraños, los “diablicos”, al son de los cuatro instrumentos invariables: el bombo y el tambor, el cornetín y el clarinete. Al otro lado del río, queda un antiguo y singularísimo brote de este espíritu: el barrio de Tacalá, que hoy se llama Castilla. No lejos de la plaza donde se yergue el busto de Montero, siguiendo la línea variada de sus calles, se suceden los establecimientos que contribuyen tanto a la vida local: las chicherías. Tacalá es el lugar del tondero y de las fiestas, de la arrogancia y la “jarana”. En las chicherías se canta y se comenta, se urden proyectos y se fraguan amores. Conversaciones y cantares, que a veces se resuelven en las muy sabrosas “cumananas”, y otras veces terminan con golpes de “nicula”, el garrote tremendo con que se “sueña” –es decir, se hace caer sin conocimiento- a los contrarios. Allí la ronda empieza por esa institución, verdaderamente insuperable, de la “prueba” o “pillar”. Se entra a probar; y se degusta el “claro” –la chicha tamizada-, que se acompaña con un “sancocho” en mate, y la “revuelta”: arroz, frijoles y cabrito. Si el cliente no ha estado satisfecho, se va y no paga nada. Si le agrada, se queda; o, ya entusiasta, sale a buscar en otras partes de las fuentes escogidas: el “seco de cabrito”, las “jaleas”, el “seco de chavelo”, los “chifles” (pequeñas rebanadas de plátano frito y con sal”), las “cachangas” (masa de harina de trigo con chicharrón), los tamales de choclo verde, las carnes aliñadas. Y luego las frutas; como esos membrillos y manzanas de que escribía Fray Reginaldo de Lizárraga, a principios del siglo XVII, que eran los “mejores del mundo”. O, por fin, la repostería de abolengo: los dulces de mango o de guayaba, los alfajores, las “natillas”. Todo ello animado y exaltado por la algarrobina, la chicha blanca, la chicha “asentada”, y sobre todo el prodigio de los “claros”; bebidas con personalidad, distintas de una casa a otra, y cuya aparición se va anunciando y recomendando de antemano: Hoy salen la “Malgeniada”, la “Albahaca”, el “Ajisal”, las “Paredes bajas”, el “Subterráneo”. Mañana salen “la comadre Paz”, la “Eloísa”, la “Serrana”; etcétera. Todavía hay otro elemento que asume un valor importantísimo en la vida de Piura. Es el puente. En especial en las horas de la tarde, cuando el sol que nos ha caldeado todo el día comienza a retirarse, el puente se llena de personas y se va agitando y congestionando de murmullos. El puente es lugar de reunión, centro social, mentidero, solaz. Allí se va a cambiar ideas, a aspirar aire fresco; a recrearse, el fin, como ya pretendía don Juan de Cadalso Salazar en su Ordenanzas de 1588. Pero, ante todo, a ver el río, a seguir el río… cuando hay río. Los habitantes de la ciudad se apoyan en los pretiles y escrutan cómo llega el agua en el verano, cómo disminuye poco tiempo después, como se pierde entre la arena. Corriente de agua que es la vida, pero que puede ser la muerte, se siguen sus pasos, sus demoras, sus desbordes fatales; y se saluda, como vuelve normal, pacífico y tranquilo, con frases entusiastas o con sartas de cohetes. PASEO A SULLANA ARENALES, LEYENDAS Y ALGARROBOS LA LUNA DE PAITA Y EL SOL DE COLÁN Salgo de Piura en automóvil, bajo el fuego alarmante de un mediodía de verano. El calor es tremendo; y el camino –que ahora es fácil y asfaltado- me hace recordar la vieja ruta, que bajo el sol se hacía heroica. El automóvil crujía entonces, salvaba baches, iba haciendo curvas por la arena, que se prendía a las ruedas o se desmoronaba a nuestro paso. Al cabo, llegamos a Sullana. Pulcra, animada, floreciente, la ciudad nos recibe con toda una gracia de remanso. Bajo sus árboles coposos, frente al edificio abierto al viento de su Concejo Provincial, empezamos a saludar a los amigos y a ver transitar los habitantes. Cerca de la ciudad está el río Chira. Es él quien le da tono y ofrece su riqueza a la ciudad. “La Perla del Chira”, se ha llamado por eso a Sullana, que ha recogido la excelencia de sus tierras feraces y sus campos de amplio riego. Y así vemos pasar el río ancho, profundo, caudaloso. Cruzado ahora por un puente metálico, como antes era atravesado por las balsas que hacían el transporte desde una hasta otra orilla, su valor no solo es apreciable para la agricultura y el comercio, sino constituye, en este punto, uno de los hitos de importancia en la vía internacional al Ecuador. Unas horas más en la ciudad, y luego, otra vez en automóvil, recorro los blancos arenales. Por fortuna, la hora es ya más fresca. Ha caído la tarde, y bajo los celajes del crepúsculo avanzo por tierras conocidas. A un lado veo arrieros que pasan montados sobre asnos y con cargas copiosas. Por otro lado cabras, ese animal tan útil, del que se calcula que hay medio millón de ejemplares en el Departamento, y que no solo da una nota bíblica, sino tiene también su aspecto práctico: provee casi toda la leche que se consume en la región. En el paisaje claro, entre los médanos y las lomas de arena, solo resaltan unos algarrobos retorcidos. Oscuros, rugosos, resistentes, son uno de los más característicos en el severo panorama piurano, y una de las fuentes de aprovechamiento más comunes. Al algarrobo se le utiliza en todas formas. Árbol asceta, que crece entre la arena, bajo el calor, casi sin agua, sus posibilidades de aplicación en esta zona son muy amplias. Los frutos del algarrobo constituyen un nutritivo forraje para el ganado; su jugo, solo o mezclado con harinas, sirve como alimento. De su madera se hacen vigas, marcos de puertas y ventanas, durmientes. “Produce una goma de idénticas aplicaciones que la arábiga – escriben dos investigadores-; su madera sirve en la fabricación de carbón vegetal”. Su jugo concentrado –añade otro-“es lo que venden en botellas con el nombre de algarrobina”; esa bebida contundente y reconfortante al mismo tiempo. Los algarrobos son como unas islas en el paisaje vasto. Después solo veo el mar de arena, la línea curva de las dunas, el amplio e inflado pergamino que siempre parece que de pronto va a crujir y a estallar, de tan tenso. Como ese “tambor llano”, por el que los jinetes se acercaban en el poema de García Lorca. Por aquí también han pasado los jinetes, con un redoble de galopes. Sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX, esta tierra fue el campo de bandoleros, sangrientos unos, y otros con cierta apariencia generosa y un prestigio romántico. Como los piratas del siglo XVI, también estos bandidos representaban una inclinación a la aventura, la tendencia morbosa y peligrosa hacia lo prohibido; y de allí que los favorecidos por las dunas que los ocultaban, por el arrieraje y las haciendas que los colmaban de botín, y por la arena que hacía difícil perseguirlos, fueran llenando los tablazos y los campos de Piura con la resonancia de sus fechorías y la amenaza de sus nombres rebeldes. En Los caballeros del delito de Enrique López Albújar –tan nutrido de datos sobre Piura-, se narran algunos de esos hechos y se recuerdan varios de esos nombres. Allí está “Sambambé”, el mulato Juan de Mata Martínez, forajido gallardo y dispendioso, caudillesco y cortés, que es quien inicia el bandolerismo organizado en la parte norte del Perú. Allí están también sus seguidores: “Pajarito”, el bandido astuto y novelesco, del agilísimo caballo tordillo; “Vida mía”, llamado “El Chacal” por su sed de sangre y su sadismo. Y los otros: “Fiñico”, “Negro Lindo”, “el zambo” Morales, “el Negro de la Bernarda”, “las dos Rosas”. O esa banda tremenda de Toribio Palma; Pancho Llollo, “zambo de entrañas de tigrillo”; “Zócala, yapaterino de rompe y rasga”; los Juárez, Luis y Zenón; “el Ñato Montero” morropano. Evadiéndome de tanto asalto y de tanto recuerdo delictuoso, sigo en el automóvil, ya en las primeras horas de la noche, en dirección a Paita. En realidad, Paita es uno de los puertos de más antigua historia y mayor tradición en el Perú. Centro durante un tiempo del principal núcleo urbano en la región, importante escala en el comercio con este Continente, por ella han pasado Virreyes, en ella han vivido nombres de lustre y de prestigio, y ha constituido en la colonia uno de los lugares de información y de relación más eficaces. “Es escala de todos los navíos que bajan del puerto de la Ciudad de los Reyes a Panamá y México –decía ya, al comenzar el siglo XVII, Fray Reginaldo de Lizárraga-; y de los que suben de allá para estos reinos.” Su importancia no ha sido solo local, sin embargo. De Paita han partido de expediciones que han aumentado el mundo conocido hasta entonces; como la que se hizo a la mar en ella el 11 de abril de 1595, y en que se descubrieron las islas Marquesas, llamadas así en homenaje a don García Hurtado de Mendoza , Marqués de Cañete, a la sazón Virrey del Perú. Dicho viaje estuvo encabezado por el arrogante Alvaro de Mendaña, quien murió en pleno océano. El mando de la expedición lo asumió entonces su esposa Isabel Barreto, que asesorada por el infatigable navegante Pedro Fernández de Quiroz, arribó al puerto de Manila. Paita es así la primera etapa de la gloria de quien debe considerarse sin disputa, por la cronología y el espíritu, la primera viajera del Perú. Pero no todas han sido notas gratas en su historia. San Francisco de la Buena Esperanza de Paita se ha visto asaltada y saqueada varias veces por los filibusteros. Uno de esos asaltos fue el que obligó a retirar de allí, en 1587, la población numerosa que ya se había concentrado. Poco menos de 30 años después la atacó Jorge Spilberg; y también la hubiera arruinado, a no ser por la brava intervención de una mujer heroica, la encomendera de Colán, Paula Piraldo, que “alistó gente, contribuyendo con eficacia a la defensa del puerto e impidiendo que fuera tomado”. Don Luis Antonio de Oviedo y Herrera, Conde de la Granja, la ha cantado con frases resonantes en su Poema a Santa Rosa de Lima: Sigo al Pyrata a Payta, que me llama desde Colán su ilustre Encomendera Doña Paula Piraldo, cuya Fama al Puerto preservó de arder Hoguera, en la ocasión y sus elogios clama con tal ponderación pluma extranjera, que al Perú defraudara de esta gloria, si la mía no honrara su Memoria. No fue, por desgracia, la última vez que el puerto se vio asaltado por corsarios. El 21 de marzo de 1720 Paita llegó a ser saqueada e incendiada por piratas al mando de Juan Clipperton, que enarbolaba la bandera de Francia. Todavía –continúan los mismos informes que utilizo- fue asaltada por piratas ingleses, el 24 de noviembre de 1741, a la diez de la noche. Otras veces el asalto no fue de los corsarios sino de las enfermedades; como aquella tremenda peste que arrasó la ciudad en 1856 cuando un viajero enfermo desembarcó en el puerto y extendió su terrible flagelo, que ocasionó la muerte de casi toda la población. Allí pereció, en la tarde del 23 de noviembre, la legendaria Manuelita Sáenz, que en sus años mozos y gallardos había sido la arrebatada amante de Bolívar. Vencida por el tiempo, desterrada de Bogotá y de Quito desde hacía veinte años, sin dinero y sin fuerza política, la “abominable enfermedad de garganta” fue el último vendaval que acabó con la vida de la que había merecido el título arrogante de “la Libertadora del Libertador”. En la actualidad, Paita es un puerto sencillo, tranquilo, lento. Sus construcciones son modestas, y solo la enaltecen los datos de la historia, y el rumor de su mar siempre apacible y suave. Por eso me agrada verla así, cuando las sombras de la noche encubren sus defectos y solo resaltan sus virtudes. Unido a Paita por un lazo de especial simpatía, es bajo la brisa de la noche como me complace recorrerla. Noches serenas y purísimas, que a veces anima el brillo de la Luna, cuya contemplación arroba y envuelve de tal modo que se ha hecho ya clásica la frase de “quedarse a la Luna de Paita”. A pocos kilómetros al Norte, está la playa de Colán. Balneario ahora aristocrático pero de ambiente rústico, la Esmeralda o Colán solo cuenta con pocas casas sencillas, cordiales y simpáticas. En las mañanas su Sol es admirable, y se deleita en el juego pagano de enardecer los cuerpos y dorar el mar y las arenas. La Luna de Paita y el Sol de Colán, son las dos galas de este cielo, limpio, brillante, transparente y descubierto como pocos. CATACAOS ASPECTOS DE SECHURA OSTRAS, LANGOSTAS Y TONDEROS Vuelvo a cruzar el puente de Piura, y el automóvil pasa, con su trompetería resonante, por las calles caldeadas de Tacalá. Unos minutos más, acercándonos y apartándonos del cauce del río, y nos detenemos en la Plaza principal de Catacaos. Población extendida, con su iglesia anchurosa y las calles pobladas de chiquillos, nos recibe envuelta en el prestigio de su tradición y su comercio de sombreros de paja. En realidad, Catacaos, étnica y psicológicamente, ha sido en varios modos diferente de Piura. Asiento de larga historia y de población numerosa desde antes de la llegada de los conquistadores españoles, se ha mantenido en sus habitantes y en su ambiente un orgullo racial y una continuidad de costumbres expresiva. La misma falda negra, que usan casi unánimemente sus mujeres, se dice que es una muestra de luto por la muerte de Atahualpa; y en el centro de su Plaza principal la estatua que se levanta es la de Mori, el generoso Bachiller que, en la época de la Colonia, compró tierras a la Corona de España para repartirlas a los indios. Este carácter tradicional de Catacaos está marcado en los más antiguos documentos de la fundación de San Miguel del Villar de Piura. Cuando don Juan de Cadalso y Salazar, Comisionado del Virrey Conde del Villar don Pardo, presentó su informe, indicó que el establecimiento de la nueva ciudad debía efectuarse en el valle de Catacaos, “lo más distante del pueblo de los Indios que se pueda”. Así se hizo, escogiéndose un lugar “que será dos leguas del pueblo de los Indios, antes más que menos”; según lo acordado en el Cabildo de 15 de agosto de 1588. Por lo demás, en toda esta región hay supervivencias especiales: la medida de terreno, por ejemplo, es la “cuadra”, que comprende 100 varas cuadradas. La medida de peso es la “carga”, equivalente a 335 libras; o sea, según perece, lo que puede cargar una mula. Se habla además de “parcialidades” o agrupaciones de habitantes; como la muy conocida de Narigualá, una de las doce que formaban antiguamente Catacaos. Vuelvo a subir al automóvil y me complazco en encontrar un grato y amable ambiente rústico. Por los caminos polvorientos veo cruzar hombres bronceados, o asnos con cargas de sombreros de paja. Algo más lejos, rebaños de cabras, caballos de un paso jactancioso, mujeres bañándose en el río; esas mozas garbosas que aquí se llaman “chinas”. (Recuerdo el clásico tondero: “Qué tienen tus ojos, china -¡Ay, chola, cómo no!”) En las poblaciones del camino, restaurantes modestos, con una mula amarrada a los barrotes de hierro de la ventana; y, en los mostradores, clavadas como auténticos cuerpos del delito, las monedas falsas que han ido dejando al hostelero los pasajeros engañosos. Voy siguiendo por pueblos igualmente blanqueados y tranquilos: La Arena, Bernal, Vice, Rinconada; un poco antes, la Unión. Se me dice que este último es la reunión de dos antiguos pueblos: la Capilla, que pertenecía a Catacaos, y la Muñuela, que se hallaba comprendido en Sechura. Ahora se han agrupado con el nombre de “La Unión”; y a fin de que esta advocación sea más cierta, se ha puesto el Mercado y la Escuela en el lindero, para evitar disputas. Todos estos lugares tienen en realidad una población bastante densa, y cuentan con numerosas propiedades agrícolas, que comprenden la mayor extensión del valle y en las que se cultiva de preferencia la variedad de algodón llamada Pima, de fibra larga y de alto precio, que es la mejor aclimatada de la región. Al ver estos oasis, breves y ricos, en una zona seca, se piensa en las frases orgullosas que se han difundido al son de la música criolla. Si Piura tuviera riego ningún pueblo le cedería; con todas sus sequedades, paisana, conserva su primavera. Ya cerca del mar está Sechura, ciudad de leyenda y de abolengo, que antes quedaba sobre el borde mismo del Océano. Las incursiones de los piratas, y sobre todo el maremoto de 9 de julio de 1586, que la arruinó casi totalmente, obligaron a trasladarla al sitio que hoy ocupa. Lo más importante en ella es la Iglesia, vasta y de grandes proporciones, con una amplia cúpula, una torre severa y la otra, por desgracia, caída. Esta Iglesia tiene una antigua tradición. Ya el Coronel don Antonio de Alcedo se refiere a ella con elogio en su Diccionario Geográfico – Histórico de las Indias Occidentales o América, publicado en la segunda mitad del siglo XVIII. No he podido ver el interior; pero se me habla de las valiosas joyas que ha tenido y que, según me afirman, aún conserva. La cuidan doce prestes que se dedican a ella anualmente. Curiosa supervivencia de los delegados que nombraban, para el servicio religioso, las parcialidades de Sechura; Muñiquilá, Sechura, La Muñuela, y la Punta, que eran los forasteros. El Coronel Alcedo enaltece también a los habitantes de Sechura, “Son altivos –escribe-, de grande ingenio y se salen con todo lo que aprenden”. “Se ocupan en los oficios de pescadores y arrieros”; y estas dos labores tradicionales son hasta ahora las que atraen, con vocación más ostensible, a los pobladores del lugar. Voy así esta misma tarde, en que me recibe una banda de músicos, al almuerzo que se me ofrece en una playa pequeña: Chulliyachi. Al borde del Pacífico, junto a los remos y las redes trenzadas, se ha improvisado, entre los botes y a la sombra de las velas tendidas, el más amable y más acogedor de los refugios. A un extremo y otro de la playa veo sucederse las caletas de la extensa bahía de Sechura: Islilla, Lobo, Tortuga, San Pedro, Matacaballo, Birrilá, Puerto Aguja. A mi lado, pescadores cordiales, doblemente quemados por el fuego del Sol y por el viento. Algunos de ellos son de una edad indefinible. Ellos mismos no saben la que alcanzan, ya que no tienen para qué contarla. –“¿Cuál es tu edad?” –le pregunto a uno. Y me responde, con cierta desconfianza: “84 será”. Otro declara: “60 años, más o menos señor”; cuando ha de tener cerca de 100. Y en este ambiente, contrastando con un decorado tan sencillo, paladeo el almuerzo más prestante. Todo es a base de pescado; y entre las fuentes y los “claros” y un toque cordial de algarrobina, pasan los dos mariscos más preciados: ostras y langostas, cogidas sólo unas horas antes por los pescadores de Sechura. El banquete es sabroso y elegante. Sólo le falta culminarlo con alguna nota literaria. Y así, cuando llega el turno al mero, uno de los mozos se levanta y con su mate de “claro” en la mano repite la cuarteta que ya había incorporado, hace tres siglos y en forma casi idéntica, don Francisco de Quevedo es sus “Sueños”: De las carnes el carnero, de las aves la perdiz; de la mujeres Beatriz y de los peces el mero. Cae la tarde; y emprendemos el viaje de regreso. Cruzamos las calles de Sechura en esta hora fresca. De las poblaciones del camino, de las casas modestas pero que anuncian su alegría con su bandera blanca en un asta larguísima, que es la señal de que hay chicha al alcance, nos llegan algunos compases bulliciosos. Compases sincopados, tensos, inquietos del “tondero”, la música mestiza que ha clavado en el Norte del Perú su canto triunfal y jaranero. El tondero está agitado en todo San Miguel de Piura, tanto, que ha hecho levantar a un muerto en su sepultura. A veces el canto está en acecho como para iniciar una aventura: Si quieres comer iguana ¡zamba, que le da! yo te la saldré a buscar ¡ay, ya yayai!; otras, tiene un esguince de ironía, como en la “cumanana” buscapleitos: Negro, cara de aceituna, que dices sós de Ayabaca; todos los días te “veyo” de una banda a la otra banda. Te “arqueyas” para remar y te brilla el espinazo; negro, aunque al río te caigas, no te comen los lagartos; otras, por fin, tiene un acento más profundo, como en el tondero que despliega una emoción de despedida: Adiós San Miguel de Piura, secretario de mis penas, ya no beberé tus aguas ni pisaré tus arenas. Pero en la alegría y el lamento, bajo el algarrobo o en la duna, al borde del río o junto al mar, palpita en estos cantos el mismo sentido localista, la misma nota orgullosa y resonante, que en la clásica letra de un tondero ha logrado el arranque y la osadía de un pregón: San Miguel, San Miguel, San Miguel al amanecer, San Miguel a la medianoche, San Miguel al anochecer. (COSTA,SIERRA Y MONTAÑA, Ediciones de la Revista de Occidente,1969)

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